2 de septiembre
Era miedo. Era emoción. Incertidumbre, preocupación cargada de nostalgia y un pequeño avismo de culpabilidad, causado por esa pequeña vocecita que pululaba en mi cabeza cada cierto tiempo, susurrando las trágicas palabras del «no te lo mereces», a pesar de saber que sí lo merecía.
Pero por encima de todo, el verdadero sentimiento predominante no era más que el vértigo. Al fin se acercaba el gran cambio que arrollaría mi pasado y resurgiría una nueva versión de mí mismo.
Fui acompañado en el inicio de aquel viaje, un 2 de septiembre. No parecía real, pero era verídico.
Y de pronto llegó la noche y me quedé solo, sabía que lo haría. Estar solo no era algo malo, pero no lo estuve por mucho tiempo.
Fui llamado.
Y acudí a la llamada.
Fui subido a un escenario. No le tengo miedo a los pedestales, pero esta vez estaba temblando, pues no era un pedestal; era la silla del novato.
Aun así logré presentarme -lo hice como pude- y la gente aplaudió -yo creo que por pena.
Bajé del escenario. Ya no era el centro de atención, gracias a Dios. Y fue entonces cuando un gentilhombre se me acercó con su amable sonrisa.
Pasó poco rato antes de que los demás espectadores de mi lamentable debut nos sacaran a mí y a los demás actores a la selva. Ya no éramos actores; éramos perros.
Se nos trató como tal, pero siempre con cordialidad, acompañada de pequeñas recompensas por portarnos bien. Hasta que llegó la policía.
Fuimos evacuados. Volvimos a nuestra guarida. Allí el gentilhombre me ofreció comida.
Y yo acepté.
Creía que había alguien más, pero estábamos solos.
Aprendí del gentilhombre. Me enseñó su origen, lo hizo con gran entusiasmo. Descubrí que más allá de un noble, el gentilhombre era un agente de la Interpol.
Luego hablé yo. Y él rió.
Después él cerró los ojos. Y también los cerré yo.
Aquella noche del 2 de septiembre fue la noche en la que mi antiguo yo murió.
Aquella noche del 2 de septiembre fue la noche en la que un nuevo yo nació.
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