Sobre la crueldad de los veranos


Desde que era pequeño, los veranos nunca se han portado bien conmigo. Era verano cuando perdí amigos. Era verano cuando me fracturé un hueso. Era verano cuando murió mi tío. Era verano cuando rompí con mis parejas. Tampoco septiembre albergaba ninguna promesa para mí, al menos hasta que abandoné mi hogar para buscar algo mejor –y lo encontré, por un tiempo–. Cierto es que trae consigo algún tipo de esperanza o de arrojo. Durante años, he congelado los meses más –cada vez más– calurosos del año, a la espera de un reinicio. ¿Pero cómo hacerme cargo de aquel tiempo?

Yo, que soy de mente –¿de corazón? tal vez de cuerpo...– Yo, que soy de cuerpo nostálgico, no puedo evitar mirar atrás, y preguntarme por este mismo día, hace exactamente un año. Recuerdo que el año pasado me dije: “Este debe ser un buen verano”. El anterior había sido uno de los peores, con diferencia. Mis acciones me habían conducido a una situación de la que no sabía cómo salir. Hace dos estaba haciendo daño a quien más quería y observaba paralizado cómo todos los castillos, que tanto tiempo me habían llevado construir, ahora se deshacían como arena, escurriéndose a ritmo paulatino entre mis dedos. Mis niveles de cortisol solo se veían paliados por una mano, la única que sentí verdaderamente cerca todo aquel tiempo, la única que me sujetaba mientras mi reino se hundía, y que era la fuente de todos mis problemas.

La verdad es que los tres últimos veranos han sido especialmente crueles conmigo. El primero de ellos, sin embargo, tenía algo de dulce y de amargo. La melancolía de una intimidad recién creada, inocente y genuina. También ingenua. La delicadeza de una amistad que tanto tiempo había anhelado. Porque eso es lo que siempre hago: anhelar. Y ahora que por fin lo tenía, hallaba mi deseo desviado. No sé en qué punto del camino me desorienté, pero fue tan infantil… Como cuando jugaba al esconderite y me perdía. Hasta que me encontraban.

No. Aquel verano fue cruel de una manera dulce. Nada que ver con el siguiente, excepto porque la electricidad del roce con su mano sería lo que terminaría de quemarme. Y pensar que una vez fue lo único que me mantenía palpitando. Porque un día descubrimos que aquel deseo, aunque quizás desviado, parecía que era mutuo. “Me gustas. Y eso es un problema”, dije. “Me voy suicidar”, respondió. Perdí la pieza más preciada y destruyeron el trono. Mi reino por un caballo. Fue entonces cuando su mano me agarró con más fuerza y construyó un refugio para protegernos de las llamas, pero lo había levantado con madera de eucalipto. Y aquella mano dejó de sujetarme con la llegada del otoño.

Después de todo aquello, el año pasado me dije: “Este debe ser un buen verano”. Y tan pronto como lo pensé, deseché la idea. Porque aquella mano había vuelto, pero ahora estaba magullada por los estigmas de trescientas traiciones y humillaciones que me dejaron tiritando. Cambié de plan: “Intenta tratarte bien. Y aguanta lo que puedas”. Sabía que no iba a ser un buen verano. Pero aún no sabía muchas cosas. No sabía que por primera vez iba a asistir a un tanatorio, ni ver un cadáver maquillado. Tampoco sabía cuánto tiempo más el calor de su mano iba a seguir sujetando la mía. Resulta que no mucho más. Resulta que nunca más. Es un poco patético, si lo piensas. A esta edad debería haber aprendido ya que la gente te va a abandonar.

El verano pasado no hubo dulzura. Tampoco fue amargo. Fue ácido como la bilis amarilla. Astringente como la bilis negra de un amante que tropieza y se vomita encima. La inocente delicadeza fue truncada por una guerra que perdí, y que me arrancó la identidad de cuajo. Me rompí el corazón jugando. Ahora estaba perdido, pero nadie me vendría a buscar. Ojalá hubieses estado ahí para recogerme, en las antípodas del mundo, cuando el tiempo acabara. Aquel horror fue casi sublime. 

A este verano solo le pedí una cosa: estar tranquilo. Solo quería una estancia de paz en el período más cruel del año. Irónico destino, que en junio me hiciste recibir una llamada de mi madre. Cáncer. Y volvía a tiritar. Jamás había tenido tanto miedo. Estos meses iban a ser muy raros. Es raro ver cómo se le cae el pelo a tu madre –sobre todo cuando estabas convencido de que a ti se te caería primero–. Es raro ser tú quien mantiene la calma y el que llama a la enfermera cuando sucede una urgencia. Supongo que hacerse adulto es también cuidar de los cuerpos que siempre te han sujetado; hacerte cargo de estas manos magulladas que, entre traumas lacanianos, solo querían protegerte con ternura de las guerras que eras demasiado pequeño para ver y vivir. Ahora me toca librar las mías propias. Eso hacemos todos. Apretamos con coraje los puños sobre nuestros estigmas. E intentamos no ser demasiado duros sobre nuestras cabezas.

La realidad es que, pese a todo, he estado bien. El verano ha sido tranquilo. Por primera vez en mucho tiempo, y a su propia manera, se ha apiadado de mí. Y yo también lo he recibido, no armado con las metralletas de un shock postraumático, sino con la esperanza de unos brazos que han aprendido a estar a la altura de la ambivalencia radical de las cosas. Y este cuerpo nostálgico se permite hoy mirar atrás, no con anhelo ni añoranza de un pasado mentiroso, sino con la potencia de la esperanza; una promesa de bienestar, de un futuro sublime, pero esta vez no por el horror, sino por la belleza. No es este el testimonio de alguien que está sanando, sino el de alguien que ya lo ha hecho, y que ha recuperado la ilusión por descubrir cosas y perderse en el camino, hasta que una versión más sabia de mí misma me venga a buscar. Con las llagas cicatrizadas y mis huesos reparados, brindo por un agosto eterno. Veremos qué nos depara el siguiente.

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